
EL HUEVO DANZARÍN Octavi Franch
Ovidio Francolí tenía, como cualquier otro portavoz del sexo masculino, dos brazos, dos piernas, dos ojos —unos ojazos negros dignos de un califa— y dos orejas. Incluso, poseía dos pulmones, dos riñones, dos rótulas y dos tobillos. Solo, no obstante, podía lucir un testículo, el derecho: huérfano, solitario, angustiado.
A punto de cumplir el cuarto de siglo, Ovidio padecía un dolor muy intenso en el bajo vientre, en concreto en el costado izquierdo. Pensó, de buenas a primeras, que podía estar sufriendo un ataque de apendicitis. Le pilló en plena copulación con una pelirroja de metro ochenta y muslos de membrillo.
Era, tan solo, la media noche del viernes y ya había follado con dos chicas, extranjeras ambas: una rubia de Berlín y la del chichi de calabaza que vivía en Ámsterdam. Sus colegas in the night le llamaban El crápula del Puerto Olímpico. Él, en cambio, no estaba para nada de acuerdo. Consideraba mucho más justa su autodefinición: El muerdo olímpico del Puerto.
En un primer momento, la holandesa creyó que el chico gemía de placer, que estaba en pleno trance orgásmico. Ovidio, inmediatamente, se desacopló y comenzó a retorcerse como un lagarto en un sofrito. Aun con media erección, el amante barcelonés se quejaba de la ingle, donde le aguijoneaba un punzón royéndole la entraña más sexual. La chica, aterrorizada, salió piernas para que os quiero del coche donde estaban follando. Al cabo de unos segundos, una docena larga de oportunistas la rodeaban. Estaba completamente desnuda y con la última lechada que le chorreaba por el muslo. Ninguno de ellos entendía ni una palabra de holandés, ni de alemán, ni de inglés. Nadie la miraba a los ojos mientras intentaba explicarse. Al fin, una camarera del restaurante de pescado frito apartó aquella multitud de violadores regionales. Después de recibir cuatro pellizcos en las nalgas y, simultáneamente, propinarles unas cuantas bofetadas, interrogó a la exhibicionista neerlandesa en un más que correcto inglés americano.
—¿Quién dices que se encuentra mal?
—¡El tío que me estoy tirando! —informó la nudista accidental.
Laura, la camarera estudiante de inglés el sábado por la mañana, llamó desde el teléfono público del mismo restaurante. En un cuarto de hora se presentó una ambulancia. En vano, las dos chicas intentaron tranquilizar a Ovidio, quien continuaba quejándose retorciéndose en el asiento de atrás de su descapotable. La extranjera y la catalana, mientras tanto, aprovecharon la espera para repasar, juntas, la anatomía del indispuesto de la entrepierna. Cuchicheaban que a aquel pedazo de macho le faltaba algo, pero no acababan de ponerse de acuerdo sobre qué era. A pesar de todo, Laura dio la enhorabuena a la holandesa por su elección: el chaval valía la pena, con creces.
La ambulancia llegó a los diez minutos. Entre lamentos, un par de enfermeros levantaron a Ovidio hasta la litera. Enseguida conectaron de nuevo la sirena y se marcharon, a más de cien por hora, hacia el centro médico más cercano, el Hospital del Mar. A pocos metros del asfalto, la turista y la camarera contemplaron como la luz anaranjada se disipaba a ras de las olas y continuaron analizando las características amatorias de aquel chaval tan guapetón.
Mientras la ambulancia esquivaba diversos vehículos por las calles de la Villa Olímpica, uno de los enfermeros palpó la zona afectada de Ovidio. De entrada, descartó apendicitis. El diagnóstico derivaba hacia otro lado. No estaba seguro del todo, todavía, pero se atrevería a apuntar que a aquel paciente la faltaba un testículo; no estaba, al menos, en el lugar donde tendría que estar. Seguidamente, le inyectó un calmante y un sedante.
Minutos más tarde, lo introdujeron por el pasillo de urgencias. La doctora de guardia, la Dra. Amigó, lo examinaría en su despacho. Por su parte, Ovidio llevaba ya un rato medio dormido. Aprovechando la ocasión, la doctora se vio obligada a despertar el pene del chaval, ya que le dificultaba seriamente la exploración.
—Pobrecito… —pensó en voz alta la Dra. Amigó—. Suerte que me tocaba guardia esta noche…
Después de lamerse los labios con glotonería —desde siempre había preferido lo salado a lo dulce—, escudriñó la ingle del chaval. Sí, sentenció, la causa del padecimiento es un testículo descendiente. Hace falta operar y de forma urgente. Si no, podría degenerar en un tumor; benigno o no. No tardó ni un minuto en dar la orden de que montasen el quirófano: ella misma lo operaría.
Por otro lado, dos enfermeras en prácticas le afeitaron el vello púbico, en seco. Una, la más vergonzosa, se lo rasuraba con la cuchilla sin osar observarlo. En cambio la otra no perdía detalle de aquel macho, tan espatarrado, tan peludo, tan mediterráneo. Esta última no pudo resistir la tentación y le perfiló una cicatriz —monísima, la verdad— en forma de corazón a la altura del prepucio.
Justamente cuando Ovidio empezó a despertar del tranquilizante, la enfermera al mando del quirófano le inyectó la epidural. Una vez bien embadurnado de Topionic, la Dra. Amigó abrió a Ovidio. Acertó: le faltaba el testículo izquierdo en la bolsa escrotal; de hecho, estaba atrapado, totalmente atrofiado, en el conducto urinario. El chaval, concluía la doctora, no se había dado cuenta de que le faltaba uno. La verdad sea dicha, no le hacía ninguna falta; el que lucía era como un palosanto: maduro, rojo y dulce.
Al día siguiente, la Dra. Amigó visitó a Ovidio. Había pasado mala noche y lo tuvieron que sondar para poder orinar. Sin más preámbulos nocturnos, la doctora le enseñó lo que traía entre las manos. Se trataba de un frasco de plástico, parecido a los que se utilizan para guardar las lentes de contacto.
—¡Mira qué te he traído!
—¿Esto es para mí? —preguntó Ovidio, sin entender el regalo que le hacía la doctora.
—Si no lo quieres, no hay ningún problema. Pero es tuyo y estoy obligada por el Colegio a devolvértelo.
—No me diga que es…
—¡Exactamente! De acuerdo, no te hacía falta. Solo te provocaba esos dolores tan punzantes que venías sufriendo, como el de anoche. Y corría el peligro de convertirse, a largo plazo, en un tumor.
—Entonces…
—Tu testículo izquierdo. El mismo.
Muy emocionado, Ovidio se desmayó. La Dra. Amigó, antes de marcharse de la habitación, dejó el bote del testículo en formol sobre la mesita del enfermo. Seguramente aquel muchacho tan duro asumiría la pérdida rápido.
Ya habían transcurrido dos días de la operación. Se deprimía por momentos. El testículo, el izquierdo, el bastardo, continuaba apuntándole desde su mortal soledad. No, de ninguna manera podía aceptar aquella extracción, aquella pérdida, aquel disgusto. Toda la vida —25 años, casi— lo había llevado consigo, en un lugar incorrecto, de acuerdo, pero al fin y al cabo formaba parte de su macizo cuerpo, de su personalidad, de su encanto sexual. Durante toda esa noche, lloró su mala suerte. No pensaba comer nada, mordía a las visitas y amenazaba con suicidarse a golpes de orinal.
La Dra. Amigó, muy afectada por el trauma que corroía a su paciente, avisó a un colega suyo, el Dr. Cardona-Duran, una eminencia en psiquiatría posoperatoria.
A primera hora de la mañana, ambos médicos entraron en el abismo donde Ovidio se escondía. Curado de histéricos como aquél, el doctor estrenó la entrevista:
—Buenos días, Francolí. Veamos, joven, ¿qué problema tienes?
—¡Esta puta, que me ha amputado! ¡Este hospital está lleno de asesinos! ¡Carniceros tercermundistas! —les atacó un enfurecido Ovidio, armado con el cepillo de dientes.
—Ovidio, por favor, no digas más tonterías —intervino la doctora, toda ternura y comprensión—, que te hemos salvado la vida…
—Tienes que aceptar tu nueva vida. Sin el testículo izquierdo. Empieza a concienciarte de ello lo antes posible —aclaró el Dr. Cardona-Duran, acostumbrado a esas situaciones tan estrambóticas.
—¡Ni nueva vida ni hostias! ¡Quiero que me devolváis mi cojón! ¡Quiero volver a ser un hombre! ¿Me oís?
—La extirpación del testículo izquierdo no te afectará en nada, te lo prometo —confirmó la doctora que le había operado.
Ovidio miraba, de reojo, el botecito. Desconfiado por naturaleza, se la resbalaba que aquellos dos torturadores con bata se lo jurasen. Solo deseaba escapar, desaparecer, esfumarse para siempre de aquella clínica de los horrores.
Pero antes de irse, la Dra. Amigó le dijo:
—Es tuyo, haz con él lo que te dé la gana.
Al día siguiente, muy temprano, Ovidio recogió las cuatro cosas que llevaba encima cuando le ingresaron, a punto de dejar atrás esa horrible experiencia. Pero el frasco estaba al acecho. En el momento que cruzaba la puerta de la habitación, el muchacho volvió de un salto y, sin abrir los ojos, lo cogió y se lo metió en el bolsillo de los pantalones.
Pasados un poco más de tres meses, Ovidio todavía no se había recuperado. Y era muy grave: desde la intervención quirúrgica, no se había vuelto a empalmar. Con todo el pelo bien rizado y el elegante trazo de la cicatriz, su pene, mira por donde, continuaba flácido, decaído, inoperativo. Las chicas que protegían su intimidad tras una identidad falsa que figuraban en la agenda de Ovidio le llamaban a todas horas, para intentar animarlo. Él no hacía ni caso y almacenaba los mensajes en el contestador de un teléfono que sonaba todo el día, pero que Ovidio no escuchaba de ninguna manera.
Un día recibió una llamada de una desconocida. Su voz era cálida, sonaba amistosa y con una musicalidad hechizante.
—¡Hola! No te acordarás de mí: soy Laura, la camarera que llamó a la ambulancia cuando sufriste el ataque en el Puerto Olímpico. Me han dado tu número en el hospital, espero que no te haya molestado. Solo quería saber cómo te encuentras y eso. Te doy mi número y, si te apetece algún día, me llamas. ¡Un beso! Piiiiiip.
Una vez que escuchó el mensaje entero, otra vez, Ovidio no se lo pensó ni por un instante y marcó los nueve dígitos de Laura, su salvadora. Una bajada de bandera más tarde, la muchacha llegó al portal donde malvivía su añorado héroe portuario.
Había abierto la puerta de la calle un palmo. Mientras, removía sus cedés y eligió uno: Black de Metallica.
Hostia, los Metallica, se alegró Laura mientras cerraba la puerta que se había encontrado medio abierta. Antes, le llamó la atención la enorme cantidad de papeles que sobresalían del interior del buzón con el nombre de Ovidio Francolí.
—Hola…
—¡Estoy en la habitación, todo recto y después a la derecha! —informó de las coordenadas el deprimido de entrepierna.
Cuando la muchacha, toda arreglada y perfumada hasta el clítoris, volvió a saludarle, esta vez desde el umbral, Ovidio sintió una chispa de movimiento en la entrepierna, la cual, hasta antes de la maldita operación, había sido una constante olla a presión. El cuarteto americano seguía retumbando con una serie de riffs, cada vez más oscuros. No tardaron ni cinco minutos en llenar la alfombra de prendas de ropa diversas.
De pronto, Ovidio se despegó de la lengua de Laura.
—No puedo, lo siento, pero no puedo…
—¿Qué te pasa ahora? ¿No te pongo cachondo?
—Es que… le echo de menos…
—¿A quién?
—Al cojón…
—¡No jodas!
—Lo siento mucho… Ahora que estábamos liados tan ricamente…
—No te preocupes por eso… Escúchame, ¿no tendrás una foto, verdad?
—Mejor: lo tengo guardado
—¿Dónde?
—Ahora te lo enseño…
Al cabo de menos de un minuto, Ovidio volvió del lavabo con el frasco donde flotaba en formol el testículo extirpado.
—¿Es lo que pienso que es? —preguntó la muchacha, con los ojos muy abiertos y la boca babeante.
—Sí: mi añorado huevo…
—Un momento… ¿Y si, mientras lo hacemos, lo dejas a la vista?
—Por probar…
Y lo probaron. Ovidio colocó el testículo muerto en una esquina estratégicamente seleccionada de la mesita de noche. No lo perdió de vista. Dicho y hecho, el mito de la erección hizo acto de presencia. Dos orgasmos, casi seguidos.
Al cabo de un par de horas bien jugosas, la pareja se vistió mínimamente para poder salir a tomar el fresco y resarcirse un poco antes de meterse en vereda otra vez. A la vuelta, Ovidio vació el buzón porque daba pena y asco de verlo a punto de reventar de tanto papeleo acumulado. No se lo acababa de creer.
—¿De quién es?
—De Ingrid.
—¿Una amiga?
—La holandesa con la que me lo estaba montando cuando te conocí…
FIN